viernes, 18 de abril de 2014

Punto final a un incidente ingrato
Por Gabriel García Márquez

Nunca, desde que tengo memoria, he dado las gracias por un elogio escrito ni me he contrariado por una injuria de prensa. Es justo, cuando uno se expone a la contemplación pública a través de sus libros y sus actos, como yo lo he hecho, que los lectores puedan disfrutar del privilegio de decir lo que piensan, aunque sean pensamientos infames. Por eso renuncié hace mucho tiempo al derecho de réplica y rectificación --que debía considerarse como uno de los derechos humanos-- y, desde entonces, en ningún caso y ni una sola vez en ninguna parte del mundo he respondido a ninguno de los tantos agravios que se me han hecho, y de un modo especial en Colombia. Me veo obligado a permitirme ahora una sola excepción, para comentar los dos argumentos únicos con que el Gobierno ha querido explicar mi intempestiva salida de Colombia la semana pasada. Distintos funcionarios, en todos los tonos y en todas las formas, han coincidido en dos cargos concretos. El primero es que me fui de Colombia para darle una mayor resonancia publicitaria a mi próximo libro. El segundo es que lo hice en apoyo de una campaña internacional para desprestigiar al país. Ambas acusaciones son tan frívolas, además de contradictorias, que uno se pregunta escandalizado si de veras habrá alguien con dos dedos de frente en el timón de nuestros destinos.
La única desdicha grande que he conocido en mi vida es el asedio de la publicidad. Esto, al contrario de lo que creo merecer, me ha condenado a vivir como un fugitivo. No asisto nunca a actos públicos ni a reuniones multitudinarias, no he dictado nunca una conferencia, no he participado ni pienso participar jamás en el lanzamiento de un libro, les tengo tanto miedo a los micrófonos y a las cámaras de televisión como a los aviones, y a los periodistas les consta que cuando concedo una entrevista es porque respeto tanto su oficio que no tengo corazón para decirles que no.
Esta determinación de no convertirme en un espectáculo público me ha permitido conquistar la única gloria que no tiene precio: la preservación de mi vida privada. A toda hora, en cualquier parte del mundo, mientras la fantasía pública me atribuye compromisos fabulosos, estoy siempre en el único ambiente en que me siento ser yo mismo: con un grupo de amigos. Mi mérito mayor no es haber escrito mis libros, sino haber defendido mi tiempo para ayudar a Mercedes a criar bien a nuestros hijos. Mi mayor satisfacción no es haber ganado tantos y tan maravillosos amigos nuevos, sino haber conservado, contra los vientos más bravos, el afecto de los más antiguos. Nunca he faltado a un compromiso, ni he revelado un secreto que me fuera confiado para guardar, ni me he ganado un centavo que no sea con la máquina de escribir. Tengo convicciones políticas claras y firmes, sustentadas, por encima de todo, en mi propio sentido de la realidad, y siempre las he dicho en público para que pueda oírlas el que las quiera oír. He pasado por casi todo en el mundo. Desde ser arrestado y escupido por la policía francesa, que me confundió con un rebelde argelino, hasta quedarme encerrado con el papa Juan Pablo II en su biblioteca privada, porque él mismo no lograba girar la llave en la cerradura. Desde haber comido las sobras de un cajón de basuras en París, hasta dormir en la cama romana donde murió el rey don Alfonso XIII. Pero nunca, ni en las verdes ni en las maduras, me he permitido la soberbia de olvidar que no soy nadie más que uno de los 16 hijos del telegrafista de Aracataca. De esa lealtad a mi origen se deriva todo lo demás: mi condición humana, mi suerte literaria y mi honradez política.
He dicho alguna vez que todo honor se paga, que toda subvención compromete y que toda invitación se queda debiendo. Por eso he sido siempre tan cuidadoso en mi vida social. Nunca he aceptado más almuerzos que los de mis amigos probados. Hace muchos años, cuando era crítico de cine y estaba sometido a la presión de los exhibidores, conservaba siempre el pase de favor para demostrar que no había sido usado, y pagaba la entrada. No acepto invitaciones de viajes con gastos pagados.
El boleto de nuestro vuelo a México de la semana pasada --a pesar de la gentil resistencia de la embajadora de aquel país en Colombia-- lo compramos con nuestro dinero. Pocos días antes, sin consultarlo conmigo, un amigo servicial le había pedido al alcalde de Bogotá que hiciera cambiar el horario del racionamiento eléctrico en mi casa, pues coincidía con mi tiempo de trabajo, y tengo un estudio sin luz natural y una máquina de escribir eléctrica. El alcalde le contestó, con toda la razón, que Balzac era mejor escritor que yo y, sin embargo, escribía con velas. Al amigo que me lo contó indignado le repliqué que el señor alcalde cumplió con su deber, y que contestó lo que debía contestar.
La gente que me conoce sabe que esta es mi personalidad real, más allá de la leyenda y la perfidia, y que si quedé mal hecho de fábrica ya es demasiado tarde para volverme a hacer nuevo. De modo que no, ilustres oligarcas de pacotilla: nadie se construye una vida así, con las puras uñas, y con tanto rigor minuto a minuto, para salir de pronto con el chorro de babas de asilarse y exiliarse sólo para vender un millón de libros, que además ya estaban vendidos.
El segundo cargo, que me fui de Colombia con el único propósito de desprestigiar al país, es todavía menos consistente. Pero tiene el mérito de ser una creación personal del presidente de la República, aturdido por la imagen cada vez más deplorable de su Gobierno en el exterior. Lo malo es que me lo haya atribuido a mí, pues tengo la buena suerte de disponer de dos argumentos para sacarlo de su error.
El primero es muy simple, pero quiero suplicar que lo lean con la mayor atención, porque puede resultar sorprendente. Es este: en ninguna de mis ya incontables entrevistas a través del mundo entero --hasta ahora-- no había hecho nunca ninguna declaración sobre la situación interna de Colombia, ni había escrito una palabra que pudiera ser utilizada contra ella. Era una norma moral que me había impuesto desde que tuve conciencia del poder indeseable que tenía entre manos, y logré mantenerla, contra viento y marea, durante casi treinta años de vida errante. Cada vez que quise hacer un comentario sobre la situación interna de Colombia lo vine a hacer dentro de ella o a través de nuestra prensa. El que tenga una evidencia contra esta afirmación le suplico que la haga conocer de inmediato, de un modo serio e inequívoco y con pruebas terminantes. Pues también suplico a mis lectores que si esas pruebas no aparecen, o no son convincentes, lo consideren y proclamen desde ahora y para siempre como un reconocimiento público de mi razón.
El segundo argumento es todavía más simple, y no ha dependido tanto de mí como de la fatalidad. Es este: tengo el inmenso honor de haberle dado más prestigio a mi país en el mundo entero que ningún otro colombiano en toda su historia, aun los más ilustres, y sin excluir, uno por uno, a todos los presidentes sucesivos de la República. De modo que cualquier daño que le pueda hacer mi forzosa decisión lo habría derrotado yo mismo de antemano, y también a mucha honra.
En realidad, el Gobierno se ha atrincherado en esas dos acusaciones pueriles, porque en el fondo sabe que mi sentido de la responsabilidad me impedirá revelar los nombres de quienes me previnieron a tiempo. Sé que la trampa estaba puesta y que mi condición de escritor no me iba a servir de nada, porque se trataba precisamente de demostrar que para las fuerzas de represión de Colombia no hay valores intocables. O como dijo el general Camacho cuando apresaron a Luis Vidales: «Aquí no hay poeta que valga». Mauro Huertas Rengifo, presidente de la Asamblea del Tolima, declaró a los periodistas y se publicó en el mundo entero que el Ejército me buscaba desde hacía diez días para interrogarme sobre supuestos vínculos con el M-19. El único comentario que conozco sobre esa declaración lo hizo un alto funcionario en privado: «Es un loquito». En cambio, el primer guerrillero que se declaró entrenado en Cuba provocó, de inmediato, la ruptura de relaciones con ese país. Pero hay algo no menos inquietante: a la medianoche del miércoles pasado, cuando mi esposa y yo teníamos más de seis horas de estar en la Embajada de México en Bogotá, el Gobierno colombiano fue informado de nuestra decisión, y de un modo oficial, a través del secretario general de la cancillería colombiana, el coronel Julio Londoño. A la mañana siguiente, cuando la noticia se divulgó contra nuestra voluntad, los periodistas de radio entrevistaron por teléfono al canciller Lemos Simonds y éste no sabía nada. Es decir: casi ocho horas después aún no había sido informado por su subalterno. El ministro de Gobierno, aún más despalomado, llegó hasta el extremo de desmentir la noticia. La verdad es que las voces de que me iban a arrestar eran de dominio público en Bogotá desde hacía varios días y --al contrario de los esposos cornudos-- no fui el último en conocerlas. Alguien me dijo: «No hay mejor servicio de inteligencia que la amistad». Pero lo que me convenció por fin de que no era un simple rumor de altiplano fue que el martes 24 de marzo, en la noche, después de una cena en el palacio presidencial, un alto oficial del Ejército la comentó con más detalles. Entre otras cosas dijo: «El general Forero Delgadillo tendrá el gusto de ver a García Márquez en su oficina, pues tiene algunas preguntas que hacerle en relación con el M-19». En otra reunión diferente, esa misma noche, se comentó como una evidencia comprometedora un viaje que Mercedes y yo hicimos de Bogotá a La Habana, con escala en Panamá, del 28 de enero al 11 de febrero. El viaje fue cierto y público, como los tres o cuatro que hacemos todos los años a Cuba, y el motivo fue una reunión de escritores en la Casa de las Américas, a la cual asistieron también otros colombianos. Aunque sólo hubiera sido por la suposición escandalosa de que ese viaje tuvo alguna relación con el posterior desembarco de guerrilleros, habría tomado precauciones para no dejarme manosear por los militares. Pero hay más, y estoy seguro de que el tiempo lo irá sacando a flote.
La forma en que la prensa oficial ha tratado el incidente está ya sacando algunas, y más de lo que parece.
Ha habido de todo para escoger. Jaime Soto --a quien siempre tuve como un buen periodista y un viejo amigo a quien no veo hace muchos años-- explicó mi viaje en la forma más boba: «El que la debe la teme». Sin embargo, el comentario más revelador se publicó en la página editorial de El Tiempo, el domingo pasado firmado con el seudónimo de Ayatolá. No sé a ciencia cierta quién es, pero el estilo y la concepción de su nota lo delatan como un retrasado mental que carece por completo del sentido de las palabras, que deshonra el oficio más noble del mundo con su lógica de oligofrénico, que revela una absoluta falta de compasión por el pellejo ajeno y razona como alguien que no tiene ni la menor idea de cuán arduo y comprometedor es el trabajo de hacerse hombre.
A pesar de su propósito criminal, es una nota importante, pues en ella aparece por primera vez, en una tribuna respetable de la prensa oficial, la pretensión de establecer una relación precisa, incluso cronológica, entre mi reciente viaje a La Habana y el desembarco guerrillero en el sur de Colombia. Es el mismo cargo que los militares pretendían hacerme, el mismo que me dio la mayoría de mis informantes, y del cual yo no había hablado hasta entonces en mis numerosas declaraciones de estos días. Es una acusación formal. La que el propio Gobierno trató de ocultar, y que echa por tierra, de una vez por todas, la patraña de la publicidad de mis libros y la campaña de desprestigio internacional. Ahora se sabe por qué me buscaban, por qué tuve que irme y por qué tendré que seguir viviendo fuera de Colombia, quién sabe hasta cuándo, contra mi voluntad.
No puedo terminar sin hacer una precisión de honestidad. Desde hace muchos años, El Tiempo ha hecho constantes esfuerzos por dividir mi personalidad: de un lado, el escritor que ellos no vacilan en calificar de genial, y del otro lado, el comunista feroz que está dispuesto a destruir a su patria. Cometen un error de principio: soy un hombre indivisible, y mi posición política obedece a la misma ideología con que escribo mis libros. Sin embargo, El Tiempo me ha consagrado con todos los elogios como escritor, inclusive exagerados, y al mismo tiempo me ha hecho víctima de todas las diatribas, aun las más infames, como animal político.
En ambos extremos, El Tiempo ha hecho su oficio sin que yo haya intentado nunca ninguna réplica de ninguna clase, ni para dar las gracias ni para protestar. Desde hace más de treinta años, cuando todos éramos jóvenes y creíamos --como yo lo sigo creyendo-- que nada hay más hermoso que vivir, he mantenido una amistad fiel y afectuosa con Hernando y Enrique Santos Castillo --a quienes quiero bien a pesar de nuestra distancia, porque he aprendido entenderlos bien-- y con Roberto García Peña, a quien tengo por uno de los hombres más decentes de nuestro tiempo. Quiero suplicarles que digan a sus lectores si alguna vez les he hecho un reclamo por las injurias de su periódico, si alguna vez he rectificado en público o en privado cualquiera de sus excesos, o si éstos han alterado de algún modo mi sentido de la amistad. No; he tenido la buena salud mental de tratarlos como si ellos no tuvieran nada que ver con un periódico que siempre he visto como un engendro sin control que se envenena con sus propios hígados. Sin embargo, está vez el engendro ha ido más allá de todo límite permisible y ha entrado en el ámbito sombrío de la delincuencia. Me pregunto, al cabo de tantos años, si yo también no me equivoqué al tratar de dividir la personalidad de sus domadores.
De modo que todo este ingrato incidente queda planteado, en definitiva, como una confrontación de credibilidades. De un lado está un Gobierno arrogante, resquebrajado y sin rumbo, respaldado por un periódico demente cuyo raro destino, desde hace muchos años, es jugárselas todas por presidentes que detesta. Del otro lado estoy yo, con mis amigos incontables, preparándome para iniciar una vejez inmerecida, pero meritoria. La opinión pública, no tiene más que una alternativa: ¿A quién creer? Yo, con mi paciencia sin término, no tengo ninguna prisa por su decisión. Espero.