domingo, 7 de octubre de 2007

Leer Libera: Entrega XXI (La enfermedad y sus metaforas)


Hola, el libro que hoy te envío es uno de esos textos, que toda persona debería leer antes de morir. Sobre todo, quienes hemos tenido familiares y amigos con diagnósticos (presuntivos o confirmados) de Cáncer o Infección por VIH. Por lo menos, así lo creo. Es un ensayo. Lo leí en noviembre de 2006, en Cartagena. Pero debo reconocer que no es un libro fácil de leer. Por muchas razones: por su lenguaje, por la posición política de su autora, por la manera como nos confronta con nuestros prejuicios, sobre todo a quienes de alguna manera tenemos relación con el sector salud y deberíamos ser los más abiertos frente a la carga ideológica y religiosa con que se lastran algunas enfermedades.

El texto del que hablo es, La enfermedad y sus metáforas de la escritora estadounidense Susan Sontag. Realmente este texto, es la compilación de dos de sus ensayos más importantes: La Enfermedad y sus metáforas (1978) y el Sida y sus metáforas (1989), revisados por su autora en 1992.

Al inicio de su libro, Sontag habla de la enfermedad como el lado nocturno de la vida, como una ciudadanía incómoda, y añade: “La enfermedad es el lado oscuro de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar.”

A partir de aquí, la célebre ensayista norteamericana se adentra en el análisis, no de las enfermedades físicas en sí mismas, materia que corresponde a médicos y científicos, sino en el uso que se hace de la enfermedad como figura o metáfora ligada a nuestra existencia: «aclarar estas metáforas y liberarnos de ellas es la finalidad a la que consagro este trabajo». Tal pretensión es común a los dos ensayos, escritos con una década de distancia. En el primero, Susan Sontag se centra en las dos enfermedades que a su juicio llevan con mayor fuerza el peso agobiador de la metáfora: la tuberculosis y el cáncer, dos enfermedades severamente distintas en sus patologías –ella analiza la creencia de que la tuberculosis es relativamente indolora, y el cáncer un tormento de dolor– y sin embargo frecuentemente equiparadas por el entorno de los enfermos, acaso porque ambas han sido consideradas –con diferentes matices pero idéntica convicción– «enfermedades de la pasión». En el segundo texto, se centra en el sida, que ya ha rebasado la condición de simple enfermedad para convertirse en epidemia (y que, en 1989, en el momento de escribir el ensayo estaba, tal como aún continúa siéndolo hoy, invicta).

Desde el primer párrafo, Susan Sontag refuta la creencia, comúnmente aceptada por la sociedad, de que la enfermedad lastra, y puede ser un motivo de vergüenza, un castigo, individual o colectivo. Así lo recalca cuando recuerda los motivos que la impulsaron a escribir el primer ensayo y cómo su análisis, aunque ha evolucionado, mantiene su propósito inicial: «Me convencí de que las metáforas y los mitos matan»; tener cáncer no es una sentencia de muerte: «Mi mensaje era: Haz que los médicos te digan la verdad; sé un paciente informado, activo; consigue un buen tratamiento, porque lo hay. Si bien el remedio no existe, más de la mitad de todos los casos de cáncer se curan con los tratamientos que ya existen». Ella misma se ha curado de un cáncer, poniendo en ridículo los plazos mortales de los médicos.
Susan Sotag padeció cáncer de mama a la edad de 43 años y a los 71 años, muere a consecuencia de un síndrome mielodisplasico agudo, q
ue desembocó en una leucemia mielógena aguda. El origen de la leucemia fue probablemente la radioterapia recibida para el tratamiento de su cáncer de mama.

Este ensayo es un alegato a favor de la dignidad del ser humano y de la responsabilidad que todos los ciudadanos –«sanos» o «enfermos», pero aún así ciudadanos– tienen respecto de las enfermedades y las punitivas fantasías que generan. Y al mismo tiempo es una severa exposición, tan rigurosa como perspicaz, de los mitos y fantasmas que genera la sociedad que conocemos.

El cáncer, una enfermedad considerada mortal, y que como ya lo conté, la autora vive entonces en carne propia, es el tema central del primer libro. En él señala no sólo sus manifestaciones clínicas más evidentes, sino el fenómeno que más le interesa, es decir, la forma en que por largo tiempo se concibió a este padecimiento como una maldición, un castigo, o una falta cuya responsabilidad era atribuible al individuo mismo que la padece. Al inicio de su análisis, Sontag describe los mitos en torno de la enfermedad más célebre del siglo XIX, la tuberculosis. La visión que se tiene del tísico es en ese momento una visión romántica. Tributaria de la antigua concepción médica que clasificaba a los seres humanos según la teoría de los cuatro humores, del flemático al sanguíneo, la imagen de quien padecía tuberculosis era la de un ser de humor melancólico, sensible, romántico, de preferencia la de un poeta a quien la silueta magra y doliente confiere respetabilidad y prestigio.

Algo distinto sucede con las metáforas de desintegración física que convoca la mera mención del cáncer. El canceroso, dice Sontag, es visto como alguien a quien su propia represión emocional conduce a ese desorden máximo que es la proliferación de células malignas en el organismo. A la improbable nobleza que se atribuye a quien padece una enfermedad pulmonar una disfunción de la parte superior y noble del cuerpo se contrapone la desgracia y vergüenza de quien ve afectadas, a menudo, las partes bajas, indignas, de su organismo, como en el cáncer del estómago, del colón, del útero, del recto, o de los testículos. La escritora ilustra con múltiples citas filosóficas y literarias, y con ejemplos tomados de la cultura popular las maneras distintas de concebir dos enfermedades igualmente devastadoras, pero que revisten cada una características muy propias y convocan metáforas a menudo opuestas.

De las metáforas asociadas con una enfermedad grave, Sontag señala una en particular, sin duda la más nociva: la metáfora militar. El cuerpo se concibe como un campo de batalla; el cuerpo libra frente al cáncer un combate encarnizado del que con harta frecuencia sale vencido. Contrariamente a la tuberculosis, una afección muy localizada, y hasta hace poco muy controlada, el cáncer representa el horror de una invasión generalizada, con escaramuzas imprevisibles, y terapias brutales que representan una suerte de contraofensiva militar.

A grandes males grandes remedios, dice la sabiduría popular, y el remedio aquí la quimioterapia, las radiaciones, suelen ocasionar estragos mayores en un cuerpo de sí ya vulnerado. La noción de batalla, esta militarización del cuidado médico, se acompaña de una imagen de degradación corporal inevitable, y esta es la razón por la cual, a diferencia de la tuberculosis o la poliomielitis, o la diabetes, el cáncer aparece como un padecimiento apenas mencionable. Aun en nuestras comunidades, aún se les oculta a los familiares del paciente, y al paciente mismo, el diagnóstico de cáncer; como si la mera evocación del término tuviera, por sí sola, la facultad de acelerar un proceso de deterioro irreversible. El cáncer deja entonces de ser una enfermedad más, para convertirse en la metáfora ideal de la degradación física: una enfermedad que corroe, carcome y transforma el aspecto del individuo, como otras terribles enfermedades del pasado, la lepra, la peste bubónica, la gangrena. Sontag cita una imagen elocuente: en Francia es común referirse a un muro en condiciones de deterioro como un muro leproso.

En su ensayo, El sida y sus metáforas, la metáfora militar evocada anteriormente cobra un vigor inusitado. Contrariamente al cáncer y a la tuberculosis, la invasión del organismo es viral y la produce un microorganismo diez mil veces más pequeño que la punta de un alfiler, y sus efectos sociales, en materia de discriminación y estigma, son infinitamente superiores. No sólo eso, el sida soporta una metáfora decisiva: la infección, la contaminación, el contagio. Es un padecimiento con perfil epidemiológico, encaminado a configurar una pandemia. Su transmisión es, primordialmente, de carácter sexual, con lo que suscita una oleada de recriminaciones, anatemas religiosos y denuestos moralistas. No representa en términos científicos y sociales un estadio avanzado de desarrollo, sino todo lo contrario, una involución, un retroceso. Reactiva lenguajes que se creían obsoletos, como el de la transmisión sexual con carácter funesto, algo que recuerda la visión tétrica de la sífilis en sus etapas avanzadas, con su romanticismo negro que evoca los tormentos de un Flaubert o un Baudelaire con toda su aura de disipación sexual. Supone el sida un regreso a épocas anteriores a Koch y a Pasteur, y concede la escritora que este padecimiento ha tenido la dudosa virtud de despojar al enfermo de cáncer de una buena carga de culpa.

La metáfora más asociada con el cáncer supone un individuo que sucumbe al padecimiento por una suerte de inhibición sistemática de sus impulsos y pulsiones, entre ellos la libido. Un ser nervioso en extremo, apocado, devorado por el estrés y la hiperactividad, consumidor de comida chatarra, inhalador de contaminantes, fumador empedernido, retentivo anal, en una palabra, un reprimido; un ser así era, para la creencia popular, el candidato ideal para desarrollar un cáncer. La metáfora asociada con el enfermo de VIH/sida sugiere algo muy diferente: un ser promiscuo que contabiliza sus conquistas sexuales hasta levantar un censo impresionante, o por lo menos un catálogo amoroso digno de Don Giovanni. Un seductor castigado, un disoluto que padece por donde más pecó y que por ello mismo se vuelve objeto ideal de la condena religiosa o de la reprobación moral de quienes ostentan una conducta ejemplar y sangre limpia en las venas. A diferencia del paciente con cáncer, el enfermo de VIH/sida no sólo es un enfermo sino también un portador de su propia enfermedad, es decir, alguien susceptible de transmitirla accidental o deliberadamente. Este solo hecho hace de él una persona sospechosa, víctima de un mal y a la vez potencialmente victimario. Con la metáfora de la infección, de la diseminación masiva del virus, se justifica a los ojos de muchos la figura del paria digno de toda desconfianza, y en algunos países, y en el caso de algunos extremistas, como el derechista francés Jean-Marie Le Pen, se habla de confinamiento, de sidatorios, de tests obligatorios masivos, y de reservas o morideros donde habrá que recluir a los infectados, a las víctimas irremediablemente culpables, para evitar que se contamine o se gangrene el cuerpo social saludable. Personalmente escuché a Le Pen un domingo 21 de junio de 1998, en la celebración de día de la música en París, que Los enfermos del sida, al respirar el virus por todos los poros, son un peligro para el equilibrio de la nación y que el enfermo del sida es contagioso por su transpiración, su saliva y su contacto. Es una especie de leproso. Sontag habla de todo esto y señala la gran paradoja de un padecimiento casi medieval, en su tormento y sus implicaciones sociales, en su carácter irreversible y su cura muy azarosa, que al mismo tiempo se aproxima a la modernidad tecnológica al compartir con ella diversos códigos de lenguaje, con computadoras invadidas por un virus, con vacunas que deberán protegerlas, o con ese colapso final que el virus es capaz de provocar en un disco duro.

Ante este panorama social donde el sida exacerba los temores más primitivos y los prejuicios colectivos más arraigados, el recelo social y el encono contra el enfermo, o las metáforas que remplazan la realidad clínica por la fantasía paranoica, y que transforman una enfermedad en maldición y sentencia inapelables, la escritora aconseja en 1989 una estrategia elemental: liberar a la enfermedad de su carga de culpa y vergüenza, criticar las metáforas, castigarlas, desgastarlas, y proceder luego a una reapropiación retórica del sida. Dice Sontag: “Es muy deseable que determinada enfermedad, por la que se siente tanto pavor, llegue a parecer ordinaria. Aún la enfermedad más preñada de significado puede convertirse en nada más que una enfermedad. Sucedió con la lepra (...) y sucederá con el SIDA, cuando la enfermedad esté mucho mejor comprendida y sea, sobre todo, tratable”.

Hoy, dieciocho años después de escritas estas palabras, la predicción parece cumplirse. El panorama clínico ha cambiado radicalmente, aun cuando no exista todavía una cura o vacuna para el sida, y aun cuando el prejuicio social apenas haya variado su retórica a la luz de la inocultable expansión de la epidemia. Con la aparición en 1996 de los medicamentos antirretrovirales se opera una gran revolución terapéutica que permite reducir considerablemente el número de enfermedades oportunistas que aquejan al organismo inmunocomprometido, y con ello alargar de modo sustancial la vida de los pacientes.

El resultado, previsto por la escritora, es una enfermedad mejor comprendida y sobre todo más tratable: el equivalente de una enfermedad crónica apenas distinta de padecimientos como la diabetes o los trastornos cardiovasculares, considerados ordinarios y libres de metáforas negativas. Sontag podía intuir esta evolución terapéutica y sus beneficios, aunque habría sido deseable que el cáncer, al que finalmente sucumbió luego de veintiséis años de lucha, (vuelve la metáfora militar), le hubiera dado una tregua suficiente para elaborar una nueva reflexión acerca de estos cambios, acerca también del fracaso parcial de tantas políticas de prevención hoy en marcha, de la persistencia de conductas de alto riesgo justamente en aquellos sectores mayormente en riesgo de infección, del incremento de la enfermedad en personas que no son del grupo de riesgo, de la ceguera de las distintas comunidades religiosas empeñadas en combatir el uso del condón y en llamar con inutilidad y denuedo a la práctica de la abstinencia, o argumentar absurdamente que estas enfermedades son el primer signo del fin de los tiempos y que el Dios de amor que pregonan, a veces se le da por castigar ferozmente a sus hijos o de las dificultades inmensas que enfrentan los países en desarrollo para acceder a los tratamientos costosos que son la panacea del primer mundo. Esta reflexión en gran parte incompleta es competencia hoy de todos, y como lo deseara Sontag, supone una lenta y firme reapropiación retórica del sida despojado ya de sus terrores medievales, transformado en una enfermedad crónica, ordinaria, tan mortal como todos los que la padecen o quienes los observan padecerla.

Pues bien, dejo en tus manos este libro, con la esperanza que lo leas y contribuya a cambiar la manera como asumimos posiciones que solo son el reflejo de la manera obtusa como algunos pretenden hacernos ver el mundo.

A disfrutar pues.

Ciao

Omar

Autor: Susan Sontag

(Nueva York, 1933 - 2004) Escritora y directora de cine considerada una de las intelectuales más influyentes en la cultura estadounidense de las últimas décadas. Su padre, Jack Rosenblatt, que había trabajado como comerciante de pieles en China, murió de tuberculosis pulmonar cuando Susan tenía apenas cinco años. La niña recibió el apellido del hombre con quien su madre se casaría siete años después: el capitán Nathan Sontag. Creció en Tucson, Arizona y, posteriormente, en Los Angeles, donde se graduó en la North Hollywood High School, a la edad de 15 años. Prosiguió estudios en universidades como la de Berkeley, Chicago, Paris y Harvard.

Durante su estancia en Chicago, a la edad de 17 años, Sontag contrae matrimonio con Philip Rieff, tras un noviazgo de tan solo diez días. La pareja tuvo un hijo, David Rieff, quien se convertiría posteriormente en el editor de su madre en la editorial Farrar Straus and Giroux. El matrimonio entre Sontag y Riff tuvo una duración de ocho años, tras los cuales se divorciaron en 1958.

Sontag falleció el 28 de Diciembre de 2004, en el hospital Memorial Sloan Kettering de Nueva York, a la edad de 71 años. Está enterrada en el cementerio parisino de Montparnasse.

Se dio a conocer con una recopilación de ensayos y artículos, Contra la interpretación (1964), a la que siguieron los ensayos Estilos radicales (1969), Sobre la fotografía (1975), La enfermedad y sus metáforas (1978), Bajo el signo de Saturno (1980) y El sida y sus metáforas (1989). Es autora también de obras narrativas (El benefactor, 1963; Yo, etcétera, 1978; The way we live now, 1991; El amante del volcán, 1995; En América, 2000; Tierra prometida, 1974; y Giro turístico sin guía, 1984.). Fue directora de las obras teatrales Jacques y su señor, (Milan Kundera), 1985); y Esperando a Godot. En 2003 también escribió Ante el dolor de los demás.

Muchos la veían como la intelectual reina de Estados Unidos. No era para menos: como artista y como pensadora, Sontag seguía extendiendo su campo de influencia. En uno de sus ensayos había escrito con admiración acerca de Ingmar Bergman, y el cambio de década la vio estrenándose como guionista y directora de cine. Sus películas Duelo de caníbales (1969) y Hermano Carl (1971) fueron realizadas en Suecia, país del que llegaría a ser algo así como una ciudadana adoptiva.

Después visitó Israel, donde rodó Tierras prometidas (1973), un documental sobre las tropas israelíes en los Altos del Golán. Ninguna de estas tres producciones recibió la atención prevista, aunque su realización dio lugar a uno de los ensayos-clave de la época: Sobre la fotografía (1977). El libro, una nueva reinterpretación sontaguiana del mundo, no venía ilustrado con fotografías; en él, la escritora reivindicaba la potencia y la autoridad de la palabra escrita.

La posición de Susan Sontag en la literatura estadounidense es un lugar de conflicto: en un país al que los escritores no suelen importarle demasiado, Sontag motivó debates de altura y diatribas descarnadas acerca de su obra, por supuesto, pero sobre todo acerca de su persona. En Estados Unidos, el hecho de que un novelista intervenga en política, interior o internacional, no es bien recibido.

FUENTES:

http://es.wikipedia.org/wiki/Susan_Sontag

BONFIL, Carlos. A propósito de Susan Sontag. 2004