Punto final a un incidente ingrato
Por Gabriel García Márquez

Nunca, desde que tengo memoria, he dado las gracias por un elogio
escrito ni me he contrariado por una injuria de prensa. Es justo, cuando
uno se expone a la contemplación pública a través de sus libros y sus
actos, como yo lo he hecho, que los lectores puedan disfrutar del
privilegio de decir lo que piensan, aunque sean pensamientos infames.
Por eso renuncié hace mucho tiempo al derecho de réplica y rectificación
--que debía considerarse como uno de los derechos humanos-- y, desde
entonces, en ningún caso y ni una sola vez en ninguna parte del mundo he
respondido a ninguno de los tantos agravios que se me han hecho, y de
un modo especial en Colombia. Me veo obligado a permitirme ahora una
sola excepción, para comentar los dos argumentos únicos con que el
Gobierno ha querido explicar mi intempestiva salida de Colombia la
semana pasada. Distintos funcionarios, en todos los tonos y en todas las
formas, han coincidido en dos cargos concretos. El primero es que me
fui de Colombia para darle una mayor resonancia publicitaria a mi
próximo libro. El segundo es que lo hice en apoyo de una campaña
internacional para desprestigiar al país. Ambas acusaciones son tan
frívolas, además de contradictorias, que uno se pregunta escandalizado
si de veras habrá alguien con dos dedos de frente en el timón de
nuestros destinos.
La única desdicha grande que he conocido en mi
vida es el asedio de la publicidad. Esto, al contrario de lo que creo
merecer, me ha condenado a vivir como un fugitivo. No asisto nunca a
actos públicos ni a reuniones multitudinarias, no he dictado nunca una
conferencia, no he participado ni pienso participar jamás en el
lanzamiento de un libro, les tengo tanto miedo a los micrófonos y a las
cámaras de televisión como a los aviones, y a los periodistas les consta
que cuando concedo una entrevista es porque respeto tanto su oficio que
no tengo corazón para decirles que no.
Esta determinación de no
convertirme en un espectáculo público me ha permitido conquistar la
única gloria que no tiene precio: la preservación de mi vida privada. A
toda hora, en cualquier parte del mundo, mientras la fantasía pública me
atribuye compromisos fabulosos, estoy siempre en el único ambiente en
que me siento ser yo mismo: con un grupo de amigos. Mi mérito mayor no
es haber escrito mis libros, sino haber defendido mi tiempo para ayudar a
Mercedes a criar bien a nuestros hijos. Mi mayor satisfacción no es
haber ganado tantos y tan maravillosos amigos nuevos, sino haber
conservado, contra los vientos más bravos, el afecto de los más
antiguos. Nunca he faltado a un compromiso, ni he revelado un secreto
que me fuera confiado para guardar, ni me he ganado un centavo que no
sea con la máquina de escribir. Tengo convicciones políticas claras y
firmes, sustentadas, por encima de todo, en mi propio sentido de la
realidad, y siempre las he dicho en público para que pueda oírlas el que
las quiera oír. He pasado por casi todo en el mundo. Desde ser
arrestado y escupido por la policía francesa, que me confundió con un
rebelde argelino, hasta quedarme encerrado con el papa Juan Pablo II en
su biblioteca privada, porque él mismo no lograba girar la llave en la
cerradura. Desde haber comido las sobras de un cajón de basuras en
París, hasta dormir en la cama romana donde murió el rey don Alfonso
XIII. Pero nunca, ni en las verdes ni en las maduras, me he permitido la
soberbia de olvidar que no soy nadie más que uno de los 16 hijos del
telegrafista de Aracataca. De esa lealtad a mi origen se deriva todo lo
demás: mi condición humana, mi suerte literaria y mi honradez política.
He dicho alguna vez que todo honor se paga, que toda subvención
compromete y que toda invitación se queda debiendo. Por eso he sido
siempre tan cuidadoso en mi vida social. Nunca he aceptado más almuerzos
que los de mis amigos probados. Hace muchos años, cuando era crítico de
cine y estaba sometido a la presión de los exhibidores, conservaba
siempre el pase de favor para demostrar que no había sido usado, y
pagaba la entrada. No acepto invitaciones de viajes con gastos pagados.
El boleto de nuestro vuelo a México de la semana pasada --a pesar de la
gentil resistencia de la embajadora de aquel país en Colombia-- lo
compramos con nuestro dinero. Pocos días antes, sin consultarlo conmigo,
un amigo servicial le había pedido al alcalde de Bogotá que hiciera
cambiar el horario del racionamiento eléctrico en mi casa, pues
coincidía con mi tiempo de trabajo, y tengo un estudio sin luz natural y
una máquina de escribir eléctrica. El alcalde le contestó, con toda la
razón, que Balzac era mejor escritor que yo y, sin embargo, escribía con
velas. Al amigo que me lo contó indignado le repliqué que el señor
alcalde cumplió con su deber, y que contestó lo que debía contestar.
La gente que me conoce sabe que esta es mi personalidad real, más allá
de la leyenda y la perfidia, y que si quedé mal hecho de fábrica ya es
demasiado tarde para volverme a hacer nuevo. De modo que no, ilustres
oligarcas de pacotilla: nadie se construye una vida así, con las puras
uñas, y con tanto rigor minuto a minuto, para salir de pronto con el
chorro de babas de asilarse y exiliarse sólo para vender un millón de
libros, que además ya estaban vendidos.
El segundo cargo, que me
fui de Colombia con el único propósito de desprestigiar al país, es
todavía menos consistente. Pero tiene el mérito de ser una creación
personal del presidente de la República, aturdido por la imagen cada vez
más deplorable de su Gobierno en el exterior. Lo malo es que me lo haya
atribuido a mí, pues tengo la buena suerte de disponer de dos
argumentos para sacarlo de su error.
El primero es muy simple,
pero quiero suplicar que lo lean con la mayor atención, porque puede
resultar sorprendente. Es este: en ninguna de mis ya incontables
entrevistas a través del mundo entero --hasta ahora-- no había hecho
nunca ninguna declaración sobre la situación interna de Colombia, ni
había escrito una palabra que pudiera ser utilizada contra ella. Era una
norma moral que me había impuesto desde que tuve conciencia del poder
indeseable que tenía entre manos, y logré mantenerla, contra viento y
marea, durante casi treinta años de vida errante. Cada vez que quise
hacer un comentario sobre la situación interna de Colombia lo vine a
hacer dentro de ella o a través de nuestra prensa. El que tenga una
evidencia contra esta afirmación le suplico que la haga conocer de
inmediato, de un modo serio e inequívoco y con pruebas terminantes. Pues
también suplico a mis lectores que si esas pruebas no aparecen, o no
son convincentes, lo consideren y proclamen desde ahora y para siempre
como un reconocimiento público de mi razón.
El segundo argumento
es todavía más simple, y no ha dependido tanto de mí como de la
fatalidad. Es este: tengo el inmenso honor de haberle dado más prestigio
a mi país en el mundo entero que ningún otro colombiano en toda su
historia, aun los más ilustres, y sin excluir, uno por uno, a todos los
presidentes sucesivos de la República. De modo que cualquier daño que le
pueda hacer mi forzosa decisión lo habría derrotado yo mismo de
antemano, y también a mucha honra.
En realidad, el Gobierno se ha
atrincherado en esas dos acusaciones pueriles, porque en el fondo sabe
que mi sentido de la responsabilidad me impedirá revelar los nombres de
quienes me previnieron a tiempo. Sé que la trampa estaba puesta y que mi
condición de escritor no me iba a servir de nada, porque se trataba
precisamente de demostrar que para las fuerzas de represión de Colombia
no hay valores intocables. O como dijo el general Camacho cuando
apresaron a Luis Vidales: «Aquí no hay poeta que valga». Mauro Huertas
Rengifo, presidente de la Asamblea del Tolima, declaró a los periodistas
y se publicó en el mundo entero que el Ejército me buscaba desde hacía
diez días para interrogarme sobre supuestos vínculos con el M-19. El
único comentario que conozco sobre esa declaración lo hizo un alto
funcionario en privado: «Es un loquito». En cambio, el primer
guerrillero que se declaró entrenado en Cuba provocó, de inmediato, la
ruptura de relaciones con ese país. Pero hay algo no menos inquietante: a
la medianoche del miércoles pasado, cuando mi esposa y yo teníamos más
de seis horas de estar en la Embajada de México en Bogotá, el Gobierno
colombiano fue informado de nuestra decisión, y de un modo oficial, a
través del secretario general de la cancillería colombiana, el coronel
Julio Londoño. A la mañana siguiente, cuando la noticia se divulgó
contra nuestra voluntad, los periodistas de radio entrevistaron por
teléfono al canciller Lemos Simonds y éste no sabía nada. Es decir: casi
ocho horas después aún no había sido informado por su subalterno. El
ministro de Gobierno, aún más despalomado, llegó hasta el extremo de
desmentir la noticia. La verdad es que las voces de que me iban a
arrestar eran de dominio público en Bogotá desde hacía varios días y
--al contrario de los esposos cornudos-- no fui el último en conocerlas.
Alguien me dijo: «No hay mejor servicio de inteligencia que la
amistad». Pero lo que me convenció por fin de que no era un simple rumor
de altiplano fue que el martes 24 de marzo, en la noche, después de una
cena en el palacio presidencial, un alto oficial del Ejército la
comentó con más detalles. Entre otras cosas dijo: «El general Forero
Delgadillo tendrá el gusto de ver a García Márquez en su oficina, pues
tiene algunas preguntas que hacerle en relación con el M-19». En otra
reunión diferente, esa misma noche, se comentó como una evidencia
comprometedora un viaje que Mercedes y yo hicimos de Bogotá a La Habana,
con escala en Panamá, del 28 de enero al 11 de febrero. El viaje fue
cierto y público, como los tres o cuatro que hacemos todos los años a
Cuba, y el motivo fue una reunión de escritores en la Casa de las
Américas, a la cual asistieron también otros colombianos. Aunque sólo
hubiera sido por la suposición escandalosa de que ese viaje tuvo alguna
relación con el posterior desembarco de guerrilleros, habría tomado
precauciones para no dejarme manosear por los militares. Pero hay más, y
estoy seguro de que el tiempo lo irá sacando a flote.
La forma en que la prensa oficial ha tratado el incidente está ya sacando algunas, y más de lo que parece.
Ha habido de todo para escoger. Jaime Soto --a quien siempre tuve como
un buen periodista y un viejo amigo a quien no veo hace muchos años--
explicó mi viaje en la forma más boba: «El que la debe la teme». Sin
embargo, el comentario más revelador se publicó en la página editorial
de El Tiempo, el domingo pasado firmado con el seudónimo de Ayatolá. No
sé a ciencia cierta quién es, pero el estilo y la concepción de su nota
lo delatan como un retrasado mental que carece por completo del sentido
de las palabras, que deshonra el oficio más noble del mundo con su
lógica de oligofrénico, que revela una absoluta falta de compasión por
el pellejo ajeno y razona como alguien que no tiene ni la menor idea de
cuán arduo y comprometedor es el trabajo de hacerse hombre.
A
pesar de su propósito criminal, es una nota importante, pues en ella
aparece por primera vez, en una tribuna respetable de la prensa oficial,
la pretensión de establecer una relación precisa, incluso cronológica,
entre mi reciente viaje a La Habana y el desembarco guerrillero en el
sur de Colombia. Es el mismo cargo que los militares pretendían hacerme,
el mismo que me dio la mayoría de mis informantes, y del cual yo no
había hablado hasta entonces en mis numerosas declaraciones de estos
días. Es una acusación formal. La que el propio Gobierno trató de
ocultar, y que echa por tierra, de una vez por todas, la patraña de la
publicidad de mis libros y la campaña de desprestigio internacional.
Ahora se sabe por qué me buscaban, por qué tuve que irme y por qué
tendré que seguir viviendo fuera de Colombia, quién sabe hasta cuándo,
contra mi voluntad.
No puedo terminar sin hacer una precisión de
honestidad. Desde hace muchos años, El Tiempo ha hecho constantes
esfuerzos por dividir mi personalidad: de un lado, el escritor que ellos
no vacilan en calificar de genial, y del otro lado, el comunista feroz
que está dispuesto a destruir a su patria. Cometen un error de
principio: soy un hombre indivisible, y mi posición política obedece a
la misma ideología con que escribo mis libros. Sin embargo, El Tiempo me
ha consagrado con todos los elogios como escritor, inclusive
exagerados, y al mismo tiempo me ha hecho víctima de todas las
diatribas, aun las más infames, como animal político.
En ambos
extremos, El Tiempo ha hecho su oficio sin que yo haya intentado nunca
ninguna réplica de ninguna clase, ni para dar las gracias ni para
protestar. Desde hace más de treinta años, cuando todos éramos jóvenes y
creíamos --como yo lo sigo creyendo-- que nada hay más hermoso que
vivir, he mantenido una amistad fiel y afectuosa con Hernando y Enrique
Santos Castillo --a quienes quiero bien a pesar de nuestra distancia,
porque he aprendido entenderlos bien-- y con Roberto García Peña, a
quien tengo por uno de los hombres más decentes de nuestro tiempo.
Quiero suplicarles que digan a sus lectores si alguna vez les he hecho
un reclamo por las injurias de su periódico, si alguna vez he
rectificado en público o en privado cualquiera de sus excesos, o si
éstos han alterado de algún modo mi sentido de la amistad. No; he tenido
la buena salud mental de tratarlos como si ellos no tuvieran nada que
ver con un periódico que siempre he visto como un engendro sin control
que se envenena con sus propios hígados. Sin embargo, está vez el
engendro ha ido más allá de todo límite permisible y ha entrado en el
ámbito sombrío de la delincuencia. Me pregunto, al cabo de tantos años,
si yo también no me equivoqué al tratar de dividir la personalidad de
sus domadores.
De modo que todo este ingrato incidente queda
planteado, en definitiva, como una confrontación de credibilidades. De
un lado está un Gobierno arrogante, resquebrajado y sin rumbo,
respaldado por un periódico demente cuyo raro destino, desde hace muchos
años, es jugárselas todas por presidentes que detesta. Del otro lado
estoy yo, con mis amigos incontables, preparándome para iniciar una
vejez inmerecida, pero meritoria. La opinión pública, no tiene más que
una alternativa: ¿A quién creer? Yo, con mi paciencia sin término, no
tengo ninguna prisa por su decisión. Espero.